martes, 4 de mayo de 2010

Hugo Morales, cuando el hombre todo lo puede

La gente vive en un frenesí incesante desde el momento que ingresa al estadio. Bloquea cualquier responsabilidad externa que lo haga pensar más allá de su espacio, que se reduce a un cuadrado verde y con dos arcos. Pero cuando la emoción y la solidaridad requieren involucramiento, salen de la locura futbolística para mostrar que después de todo son argentinos, y extenderle la mano al otro o simplemente brindarle un gesto de apoyo, es algo que nos distingue.
Así ocurrió con Hugo Morales, el habilidoso zurdo iniciado futbolísticamente en Huracán, pero que para 1998 se encontraba en Lanús y en el momento más duro de su vida. Uno de esos momentos en que las muestras de apoyo y la enorme fuerza de voluntad hacen resurgir a una persona de cualquier abismo y cachetear a la adversidad de turno. Le diagnosticaron cáncer, sin embargo lejos estuvo de bajar los brazos y entregarse. Varios dudaban de su continuidad en el fútbol, y hasta algunos aseguraron que era una enfermedad incurable. Permaneció 7 meses inactivo, durante los cuales se avocó exclusivamente a su tratamiento: “El doctor Mauro Orlando, el médico que dirigió todo el proceso, siempre me decía que me iba a recuperar y puse todo el esfuerzo para superar la enfermedad”, confesó en una entrevista con el diario Clarín.
Siempre creyó en volver, con la fe intacta. Pasaron por fin los 7 meses más angustiantes y tortuosos, y días previos al encuentro con San Lorenzo, el DT de Lanús, Mario Gómez, le dio a “Huguito” la noticia más feliz en mucho tiempo: iba a formar parte del banco de suplentes. El partido se jugó el miércoles 6 de mayo de 1998 en la cancha de Lanús, que peleaba el título junto a Vélez y Gimnasia y Esgrima La Plata; finalmente el premio mayor se lo llevó el equipo de Liniers que era dirigido por Marcelo Bielsa. Inexpugnable, el 1-1 se negaba a cambiar de rumbo. Por lo menos así lo creían 21 jugadores, porque Morales estaba totalmente convencido de que su equipo lo iba a ganar, y que el gol iba a ser suyo.
Ingresó a los 73 minutos bajo un recibimiento cargado de emoción y a los 92 tomó un rebote fuera del área y con un furibundo zurdazo colocó el 2-1 final. Se le habrán cruzado millones de cosas en la cabeza, quien sabe que. Lo único que le salió en ese instante fue correr desenfrenadamente y sacarse la camiseta. Fue un festejo conmovedor, alocado, todos lo fueron a abrazar porque en realidad, más importante que el triunfo, era la demostración de fortaleza del diez “granate”. Por un instante, la gente le hizo sentir que el calvario que había sufrido los últimos meses se había estremecido y huido de su vida, y en su lugar solo cabía la inmensa satisfacción de haber ganado la pelea más dura. Ni a los hinchas de San Lorenzo les importaba el resultado, porque entendieron que se trataba de algo más que fútbol, y lejos de sentirse obligados, se sumaron a la estruendosa ovación de un estadio que sólo entendía de admiración a un verdadero luchador.

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